Esta preciosisima carta de Santa Clara a Inés de praga, percibimos la alegría con que Clara alaba a Inés por la opción de virginidad y le hace una cálida exhortación a la pobreza. Es de saber que estas dos almas santas nunca llegaron a conocerse cara a cara sino solamente por cartas.
¿Y quien es Inés de Praga a quien Clara escribe?
Inés, era hija de Premysl Otakar I, rey de Bohemia, y de la reina Constancia, hermana de Andrés I, rey de Hungría, y nació en Praga en el año 1211. Desde la más tierna infancia se encontró en el centro de proyectos matrimoniales que, como era costumbre en la nobleza de aquel tiempo, estaban al servicio de razones políticas.
A la edad de tres años fue encomendada a los cuidados de la duquesa de Silesia, Santa Eduvigis, que la acogió en el monasterio de las monjas cistercienses de Trzebnica y le enseñó los primeros rudimentos de la fe cristiana. A la edad de seis años la llevaron de nuevo a Praga y la encomendaron a las monjas premonstratenses de Doksany para su instrucción. En 1220, prometida en matrimonio a Enrique VII de Alemania, hijo del emperador Federico II, fracasado por motivos políticos este matrimonio, fue pedida como esposa por Enrique III, rey de Inglaterra; después de nuevo por el primer pretendiente y, por último, hasta por el mismo emperador Federico II, que había enviudado en aquel tiempo.
Pero, en su juventud, Inés fue madurando progresivamente la decisión de permanecer virgen y, para eludir todas estas propuestas de bodas, apeló al Papa, con un procedimiento que revela un carácter muy decidido.
Pues Clara en sus cuatro cartas que iremos exponiendo estará en contacto con esta alma que muestra su mas ardiente deseo de seguir a Cristo al estilo de Clara de asís. Por su parte Clara, como una madre de lo esencial y de la autenticidad, le va escribiendo a Inés animándola, alabándola, exhortándola y alegrando con ella por su opción de vida. En las cuatro cartas percibimos la fidelidad de Clara a la vocación recibida, su autenticidad y su preocupación por centrarse siempre en lo esencial.
CARTA
I A SANTA INÉS DE PRAGA [1CtaCl]
1A la venerable y santísima virgen, doña Inés, hija del
excelentísimo e ilustrísimo rey de Bohemia, 2Clara, indigna
servidora de Jesucristo y sierva inútil (cf. Lc 17,10) de las damas encerradas
del monasterio de San Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda
de manera absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de
la felicidad eterna.
3Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro
santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado
egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro
muchísimo en el Señor y salto de gozo (cf. Hab 3,18); 4a causa
de eso, no sólo yo personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que
sirven y desean servir a Jesucristo. 5Y el motivo de esto es
que, cuando vos hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y
honores y dignidades del siglo, desposándoos legítimamente con el ínclito
Emperador con gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya, 6desdeñando
todas esas cosas, vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo
el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal,7tomando
un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra
virginidad siempre inmaculada e ilesa.
8Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis
más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. 9Su poder es más
fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y
toda su gracia más elegante. 10Ya estáis vos estrechamente
abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas y ha colgado
de vuestras orejas margaritas inestimables, 11y os ha envuelto
toda de perlas brillantes y resplandecientes, y ha puesto sobre vuestra cabeza
una corona de oro marcada con el signo de la santidad (cf. Eclo 45,14).
12Por tanto, hermana carísima, o más bien, señora sumamente
venerable, porque sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo (cf. 2
Cor 11,2; Mt 12,50), 13tan esplendorosamente distinguida por el
estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en
el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, 14el
cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros (cf. Heb 12,2),
librándonos del poder del príncipe de las tinieblas (cf. Col 1,13), poder al
que estábamos encadenados por la transgresión del primer hombre, y
reconciliándonos con Dios Padre (cf. 2 Cor 5,18).
15¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a
quienes la aman y abrazan! 16¡Oh santa pobreza, que a los que
la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos (cf. Mt
5,3), y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna gloria y la vida
bienaventurada! 17¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo
se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas, Él, que regía y rige
cielo y tierra, que, además, lo dijo y las cosas fueron hechas (cf. Sal 32,9;
148,5)! 18Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las
aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde
reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20), sino que, inclinada la cabeza, entregó el
espíritu (cf. Jn 19,30).
19Por consiguiente, si tan grande y tan importante Señor,
al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo, despreciado,
indigente y pobre (cf. 2 Cor 8,9), 20para que los hombres, que
eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento
celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos
(cf. 2 Cor 8,9), 21saltad de gozo y alegraos muchísimo (cf. Hab
3,18), colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, 22porque,
por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las
riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la
tierra, 23allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la
polilla, ni los ladrones los desentierran y roban (cf. Mt 6,20), vuestra
recompensa es copiosísima en los cielos (cf. Mt 5,12), 24y
habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del
Altísimo Padre (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50) y de la gloriosa Virgen.
25Pues creo firmemente que vos sabíais que el Señor no da
ni promete el reino de los cielos sino a los pobres (cf. Mt 5,3), porque cuando
se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; 26que
no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se ama a uno y se aborrece al
otro, o se servirá a uno y se despreciará al otro (cf. Mt 6,24); 27y
que un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto
derribado al suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede
permanecer glorioso en el siglo y luego reinar allá con Cristo; 28y
que antes podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al
reino de los cielos (cf. Mt 19,24). 29Por eso vos os habéis
despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar
absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los
cielos por el camino estrecho y la puerta angosta (cf. Mt 7,13-14). 30Qué
negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas,
merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y
poseer la bienaventurada vida eterna (cf. Mt 19,29).
31Por lo cual consideré que, en cuanto puedo, debía
suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes preces, en las entrañas
de Cristo (cf. Flp 1,8), que os dignéis confortaros en su santo servicio, 32creciendo
de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes (cf. Sal 83,8), para que Aquel
a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión
los premios deseados.
33Os ruego también en el Señor, como puedo, que os dignéis
encomendarnos en vuestras santísimas oraciones (cf. Rom 15,30), a mí, vuestra
servidora, aunque inútil (cf. Lc 17,10), y a las demás hermanas, tan afectas a
vos, que moran conmigo en este monasterio, 34para que, con la
ayuda de esas oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y
merezcamos igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.
35Que os vaya bien en el Señor, y orad por mí.
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